lunes, 28 de octubre de 2013

Canadá, Richard Ford



¿Iré a Canadá alguna vez? Who knows?

No soy nada objetivo con Richard Ford, y la verdad es que me da igual. Siento debilidad por todo lo que escribe. Incluso en las entrevistas da mucho juego, a pesar de que mis escritores favoritos no acostumbran a ser buenos entrevistados (y la mayoría no parecen ni ser buenas personas). Ah… “las buenas personas”, bonito término para hablar de esta novela. ¿Qué demonios es eso de “ser bueno”? La novela más dickensiana de Ford nos arrastra hacia Canadá desde el estado de Montana y sus pequeños pueblos y sus grandes llanuras para llegar hasta Saskatchewan, el corazón de ese extraño -y helado- país. Es Dell Parsons, un joven de quince años envuelto en una huída involuntaria hacia ninguna parte (Canadá, queremos decir) el que protagoniza esta larga pero no densa historia de reconocimiento de uno mismo, de sus semejantes, del entorno en el que se vive y del peso de las acciones cometidas (en este caso, por los demás). No pienso espoilear nada, no. Simplemente decir que Dell descubre que la existencia es más dura de lo que imaginaba, que suele sobrellevarse mayormente en soledad (incluso si tienes familia y esta te quiere y te protege, hasta que deja de hacerlo), que cabe sobreponerse siempre para…¿para qué? Para afrontar el siguiente revés, y vuelta a empezar. ¿Tan dura es la historia? Tan dura como uno la quiera considerar, por supuesto. Quinientas páginas sabiamente narradas por el maestro del detalle, la descripción ambiental y mental, un verdadero observador del semblante de las personas y las cosas, las calles, los olores y las situaciones en general. Ford sabe que en tres páginas te tiene atrapado. Lo sabe y juega con ello hasta que llevas cincuenta y piensas “¿ya llevo tanto?” y alcanzas las página 175 y ocurre lo mismo y así hasta el punto final. 

Nadie me gana pasando páginas.

Y los personajes, en efecto. ¡Qué personajes y qué manera de analizarlos! Yo me imagino a Ford sentado en una parada de autobús durante horas, sin tomar notas ni nada, simplemente mirándolo todo. Luego se encierra en su casa y decide plasmarlo como si hubiera grabado una película con sus propios ojos, sus propios oídos y su nariz. Decir que los protagonistas “dejan huella” es quedarse corto. Y esos recursos marca de la casa, cuando anticipa desarrollos de escenas, situaciones y desenlaces, que te obligan a detenerte y decir “¡eh, para, Richard, no tan rápido, no te adelantes todavía, tío!” Menudo arranque de novela, a todo esto. Huele a clásico desde el primer párrafo, a infancias y juventudes desvalidas a lo Huckleberry Finn, a lo David Copperfield o incluso La marcha Radetzy (sin parecerse ni un ápice) o a aquella preciosa historia de Hisham Matar, “Sólo en el mundo”, pasada por las balas y los coches agujereados de Bonnie & Clyde en versión patosa. Curioso también el punto de vista único de Dell, el protagonista, tan cercano al lector, al que se le confiesa y le acerca milimétricamente episodio tras episodio. 



¿Qué culpa tienen los hijos de tener a los padres que tienen? ¿Qué necesidad hay de atracar un banco por una cantidad irrisoria, jodiendo así tu vida y la de tus vástagos? ¿Tan apremiante es el American Dream? Y luego aprender a vivir con quince años y sin (casi) nada por detrás y absolutamente nada por delante. Y confiar en la gente, y borrar el camino andado y soñar con atisbar un futuro no ya prometedor sino lo más normal posible. Expulsados de su vida-tal-como-la-conocían, Dell y su hermana Berner quedan marcados para siempre en esta sórdida aventura que vuelve a confirmar que Richard Ford va escribiendo libro a libro la gran novela americana. Sin discusión. Requetemiau.  Edita, as usual, Anagrama.

Esta es la portada de Anagrama para la edición española. La que aparece conmigo en las fotos es un avance.