martes, 5 de noviembre de 2013

El camino al lago desierto, Franz Kain


Menudo tío majo era Ernst Kaltenbrunner, oigan. Culto, padre amantísimo, marido fiel, amigo de sus amigos, buen conversador y con un gusto exquisito. Pero era nazi. Es cierto, casi se me olvida. Era nazi. Y uno de los gordos. Ni más ni menos que el Jefe de la oficina Central de Seguridad del III Reich, el brazo derecho de Himmler. Un jerarca de primer nivel, uno de la élite de aquella gentuza que ideó una de las máquinas de matar más efectivas de la historia de la siempre malograda humanidad.
Austríaco como Hitler, estudió abogacía y pronto mostró una tenacidad fuera de lo común en cuanto a sus capacidades ejecutoras, aspecto que aprovechó al máximo cuando ascendió a Jefe de las SS y luego al cargo anteriormente mencionado.  Dejo de hablar de sus fechorías porque su hoja de servicios da ganas de vomitar. Vamos a hablar del libro de Franz Kain, un autor del que no había oído hablar jamás. También austríaco, Kain (1922-1997) las pasó magras en varias cárceles en los años cuarenta. Una vez liberado conoció a Bertold Brecht y Anne Seghers, ejerció de periodista en la extinta República Democrática Alemana y también en su país natal. Escribió cinco novelas y treinta relatos (¡queremos leerlo todo!), y al no formar parte de ninguna escuela o tendencia o élite literaria, fue ninguneado por la intelligentsia literaria europea. Y entonces me llegó este fino librito editado por Periférica y cuya portada llamó vigorosamente mi atención.

Esta es la pinta que se gastaba Kaltenbrunner. La cicatriz venía de serie.

La cosa es sencilla y breve, brevísima (apenas sesenta páginas más epílogo): un asustado Kaltenbrunner huye -porque no tiene otra palabra- de Berlín porque las tropas rusas ya han entrado a degüello. Se lleva a dos acompañantes (no queda claro su cargo, pero parecen meros soldados o guardias de seguridad personales) y un cazador experto, un tipo de las montañas, un verdadero conocedor de la geografía alpina, sus trampas y reveses. Y con ellos emprende una ardua ascensión hacia una cabaña en la que espera refugiarse de lo que él considera una incursión puntual de los rusos, algo que pronto pasará (unos meses, quizá un año o dos máximo) para bajar cuanto toque a la capital alemana y ejercer, si no de nazi hijodeputa, de abogado o de lo que le salga (se sabe muy conectado y no duda que encontrará algo que hacer aquí o allá). Pero claro, no cuenta con…oh wait…no voy a spoilear la historia. No. Léanla. Y fíjense en las descripciones de la flora alpina: es alucinante, es casi tan gráfico como Octave Mirbeau en El jardín de las delícias (novela que, sin parecerse un ápice, me ha venido a mi cabeza felina). Y luego los personajes: estos cuatro hombres subiendo el monte hacia un destino incierto. Menuda aventura. Ah, pero lo mejor no es la trama -sencilla a rabiar- sino la economía de medios y las voces. Magistral el empleo del estilo indirecto por un lado, la voz propia de Kaltenbrunner por otro, cortos diálogos y una cursiva que vuelve a ser la voz del nazi pero en otro tiempo. Sí, los tiempos verbales se superponen, y, sin confusión posible, se entremezclan para conformar una fábula extraña cuyo final es deducible pero nunca previsible. Piensen lo que quieran, pero me he imaginado una versión en cómic reescrita y dibujada por Taniguchi. O un cortometraje enfermo y onírico dirigido por los hermanos Quay.



Yo, que soy gato lento en general, tardé cuarenta minutos en fundirme esta joyita, pero ustedes son más veloces y en media hora la terminan sin duda. Atentos a este autor, y veamos si Periférica rescata más obra suya. Por el momento, chapeau y mieau!

sábado, 2 de noviembre de 2013

Esperando a Jean Michel, Chema Peral



Yo no espero a Jean Michel, espero más cómics para leer.

Para dejarlo claro antes que nada: una vez escuché a Jean Michel Jarre y se me gastó una de las siete vidas que me venían de serie. Años más tarde sonó algo del Oxygène mientras intentaba comer tranquilamente, y tuve que echarme una siesta de seis horas para superar el trance (lo supuestamente trascendental de sus composiciones me provoca alergia, bostezos o la combinación de ambos). Dicho esto, vamos a hablar de lo que toca. 

Aunque no tenga un solo álbum de Jean Michel Jarre en mi discoteca, a veces me quedo frito.


Este cómic entra por los ojos (menuda perogrullez). No, really, hay algo alquímico en sus colores, algo que engancha en la mesa de la librería y te obliga a cogerlo. Esperando a Jean Michel es el debut de Chema Peral, y sucede en dos tiempos y espacios distintos (Francia, 1988, Italia, 1976 y 1990). A ver, que no quiero meter la gamba y explicar más lo de que debo. Por un lado, Jean Michel Jarre crea, junto a un amigo, una máquina para traer al presente -su presente- a personas desaparecidas. Bueno, a músicos o a gente con una pasión muy acusada por la música. Por otro lado está Andrea, buscando trabajo, evitando el fútbol y apuntando sus canciones favoritas en una libreta (adivinad quién es su artista pre.di.lec.to). Y por arte de magia, estos mundos, como un descarte de la serie Lost, se entrecruzan y convergen. Y bueno, no voy a contar más. 



Lo que sí me gustaría señalar es que ¡quiero más historias de Chema Peral
Me gustan los dibujos, los diálogos, la composición y ese aire setentero/ochentero a lo Max, Mique Beltrán y también Gallardo o Calpurnio que despiden sus viñetas. No puedo más que recomendarlo. Y como cierre de esta felina reseñilla intrascendente, lanzo una pregunta al autor o a quien sea que le pueda interesar: ¿soy yo o la contraportada es un guiño a La isla negra, aquella genial aventura de Tintin? Esperando a Jean Michel es un cómic editado por Apa-Apa. Pues eso, apa, adéu, miau!




lunes, 28 de octubre de 2013

Canadá, Richard Ford



¿Iré a Canadá alguna vez? Who knows?

No soy nada objetivo con Richard Ford, y la verdad es que me da igual. Siento debilidad por todo lo que escribe. Incluso en las entrevistas da mucho juego, a pesar de que mis escritores favoritos no acostumbran a ser buenos entrevistados (y la mayoría no parecen ni ser buenas personas). Ah… “las buenas personas”, bonito término para hablar de esta novela. ¿Qué demonios es eso de “ser bueno”? La novela más dickensiana de Ford nos arrastra hacia Canadá desde el estado de Montana y sus pequeños pueblos y sus grandes llanuras para llegar hasta Saskatchewan, el corazón de ese extraño -y helado- país. Es Dell Parsons, un joven de quince años envuelto en una huída involuntaria hacia ninguna parte (Canadá, queremos decir) el que protagoniza esta larga pero no densa historia de reconocimiento de uno mismo, de sus semejantes, del entorno en el que se vive y del peso de las acciones cometidas (en este caso, por los demás). No pienso espoilear nada, no. Simplemente decir que Dell descubre que la existencia es más dura de lo que imaginaba, que suele sobrellevarse mayormente en soledad (incluso si tienes familia y esta te quiere y te protege, hasta que deja de hacerlo), que cabe sobreponerse siempre para…¿para qué? Para afrontar el siguiente revés, y vuelta a empezar. ¿Tan dura es la historia? Tan dura como uno la quiera considerar, por supuesto. Quinientas páginas sabiamente narradas por el maestro del detalle, la descripción ambiental y mental, un verdadero observador del semblante de las personas y las cosas, las calles, los olores y las situaciones en general. Ford sabe que en tres páginas te tiene atrapado. Lo sabe y juega con ello hasta que llevas cincuenta y piensas “¿ya llevo tanto?” y alcanzas las página 175 y ocurre lo mismo y así hasta el punto final. 

Nadie me gana pasando páginas.

Y los personajes, en efecto. ¡Qué personajes y qué manera de analizarlos! Yo me imagino a Ford sentado en una parada de autobús durante horas, sin tomar notas ni nada, simplemente mirándolo todo. Luego se encierra en su casa y decide plasmarlo como si hubiera grabado una película con sus propios ojos, sus propios oídos y su nariz. Decir que los protagonistas “dejan huella” es quedarse corto. Y esos recursos marca de la casa, cuando anticipa desarrollos de escenas, situaciones y desenlaces, que te obligan a detenerte y decir “¡eh, para, Richard, no tan rápido, no te adelantes todavía, tío!” Menudo arranque de novela, a todo esto. Huele a clásico desde el primer párrafo, a infancias y juventudes desvalidas a lo Huckleberry Finn, a lo David Copperfield o incluso La marcha Radetzy (sin parecerse ni un ápice) o a aquella preciosa historia de Hisham Matar, “Sólo en el mundo”, pasada por las balas y los coches agujereados de Bonnie & Clyde en versión patosa. Curioso también el punto de vista único de Dell, el protagonista, tan cercano al lector, al que se le confiesa y le acerca milimétricamente episodio tras episodio. 



¿Qué culpa tienen los hijos de tener a los padres que tienen? ¿Qué necesidad hay de atracar un banco por una cantidad irrisoria, jodiendo así tu vida y la de tus vástagos? ¿Tan apremiante es el American Dream? Y luego aprender a vivir con quince años y sin (casi) nada por detrás y absolutamente nada por delante. Y confiar en la gente, y borrar el camino andado y soñar con atisbar un futuro no ya prometedor sino lo más normal posible. Expulsados de su vida-tal-como-la-conocían, Dell y su hermana Berner quedan marcados para siempre en esta sórdida aventura que vuelve a confirmar que Richard Ford va escribiendo libro a libro la gran novela americana. Sin discusión. Requetemiau.  Edita, as usual, Anagrama.

Esta es la portada de Anagrama para la edición española. La que aparece conmigo en las fotos es un avance.


viernes, 30 de agosto de 2013

Doctor Glas, de Hjalmar Söderberg



Miau con Doctor Glas, menuda novela. A veces pienso que en este blog solo hablo de libros que me apasionan, pero no es cierto, y hay ejemplos de lo contrario. En este caso voy a cubrir de elogios a Hjalmar Söderberg, un autor escandinavo desconocido en nuestras tierras mediterráneas, uno de los clásicos europeos que debimos leer en su día (en el prólogo, Gabriel Ferrater, a quien le tocó leerlo del inglés para realizar un informe de lectura, aconseja su publicación) y deberemos recomendar a nuestros amigos y nuestra prole a partir de ya. Si de mí dependiese, lo incluía en todos los planes de estudios (aunque viendo cómo están los estudios, mejor será que nos despidamos de los que los prescriben). Vamos al libro: la combinación ideal de brevedad, ritmo y cadencia rayando la perfección. Su estilo arrollador fluye como un río caudaloso y juega mejor que bien con los soliloquios del protagonista y los diálogos. 


Ah, Doctor Glas y esa prosa poética -he pensado en Lampedusa y en Kafka y en Zweig, con quienes, sin parecerse a ninguno de ellos, comparte, bajo mi felino punto de vista, un espíritu- me han dejado noqueado unos días. ¿Cómo es que nadie me había hablado de este autor? ¿Se han dado cuenta del personaje tremendamente potente y moderno que es Doctor Glas y de los dilemas que saca a relucir en esta nada inocente nouvelle? Söderberg toca, con el escalpelo de un cirujano, los temas universales espinosos, esos que nos afectan desde siempre -muerte y eutanasia, procreación y aborto y la convivencia de estos con la hipocresía de la época-  y lo hace con la bravuconería del intelectual existencialista que es. ¿Lo es? Yo creo que sí. Y ha leído bien a Strindberg y a Freud y, seguramente, a Dostoievsky, porque hay sueños y surrealismo a intervalos y, por supuesto, sexo –no explícito, más bien contenido, incluso frustrado-  amor y rendención. Vuelvo a Glas, el Doctor: menudo personaje, un romántico con todas las de la ley, con ese aire maldito de fin-de-siecle que lo hace tan atractivo y tan decadente (pienso en Mirabeau y Maupassant), soltando sus perlas a las familias bienestantes suecas que no paran de criar (Suecia como el epítome del progreso, la bonanza económica y, supuestamente, moral) , metiéndose a diario con la sociedad burguesa (a la que pertenece), despotricando contra los paisajes escandinavos y su aparente y equilibrado sosiego. Escéptico, hamletiano, cínico y anticlerical, un personaje incómodo en un mundo incómodo. Un tipo encantador  que se convierte en el caballero andante que deberá liberar a la princesa cautiva de una relación imposible. ¿Superará la prueba? No lo desvelaremos aquí. Sólo diremos que su apellido no es casual (Glas es Glass: cristal), que hace lo que tiene que hacer –de nuevo Dostoiesvki y los dilemas éticos con sus inevitables consecuencias- y que incluso anticipa la novela negra con un capítulo que roza la genialidad más absoluta (sí, ese capítulo). 



Hacía tiempo que no subrayaba tanta frase y tanto párrafo con mi lápiz, y no es algo que me guste hacer, pero me he visto obligado. ¿Leyó Bergman a Söderberg? Estoy convencido. ¡Qué moderno y qué melancólico! Hasta aquí puedo leer y decir. Meow!!

Edita sabiamente Alfabia.